miércoles, 18 de febrero de 2009

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CESARE ZAVATTINI:

La revolución

(31 de julio de 1945).

Donde yo vivo se habla a menudo de revolución, es un barrio rodeado de pequeños huertos que me atrevería a llamar japoneses cuando ciertas noches brillan las cañas de bambú que los dividen entre sí. En mi barrio, si pasa un rico, los muchachos descalzos le gritan: ¡Re-vo-lu-ción!, simulando perseguirlo con un pataleo, y el rico acelera el paso.

Hasta hace pocos meses, algunos de mis vecinos -obreros la mayoría-, al encontrarme, preguntaban: "¿Cuándo?". Estaban convencidos, un poco por los discursos y otro poco por los libros y periódicos que asomaban siempre en mis bolsillos, de que yo era el hombre. Pero respondía con evasivas, no sabía exactamente qué decir: estar a medias con la revolución y a medias en contra, triste estado.

Debo aclarar que no soy de naturaleza política, desconfío de los políticos y una vez proyecté fundar una asociación de jóvenes que habría educado en la sospecha, más bien en la incredulidad; los habría distribuido por los colegios electorales a fin de que interrumpieran a los oradores gritando: "No es verdad".

En el mes de marzo, las crecientes desdichas del mundo y el ansia de mis vecinos me convencieron de que, en adelante, tenía la obligación de salir de mi ambigua situación social. Aquel día me llené los ojos de piadosas imágenes e hice un solemne juramento. Escogí la fecha sin dejar traslucir nada a la familia. El 31 de julio. hoy.

Hoy me he levantado más temprano que de costumbre. A las seis paseaba ya por el jardín, me sentía tan ligero que el surtidor de la fuente podría haberme sostenido en el aire. Observé que un carpintero me espiaba desde la tapia en espera de descubrir un signo que le confirmara que, por fin, la rueda de la justicia iba a ponerse en movimiento.

Volví a entrar en mi estudio a las siete menos cuarto.

A las siete en punto había decidido empezar las operaciones. ¿Contra quién?, diréis. En efecto, yo era el obstáculo, había que abatir a este individuo, quebrarle los riñones, como se decía en tiempos, y lo demás sería fácil: pondría la bandera roja sobre los edificios públicos sin derramamiento de sangre, seguido de los menos pudientes. Sabía lo duro que iba a ser derribar a este cacho de roble que soy. Durante la noche me analicé pacientemente por todas partes para descubrir el punto más vulnerable. Los epítetos que me venían con más frecuencia a la boca eran: canalla, hipócrita, avaro, envidioso, vil, embustero... Reía sardónicamente pellizcándome con fuerza bajo las sábanas mientras pensaba: mañana por la mañana, mañana por la mañana. Veía sin piedad mi cuerpo tendido en el suelo, los ojos vidriosos, abiertos de par en par; estos ojos que tantas veces han mirado al prójimo como si fuera un palo de telégrafo. Ahora estáis allí por toda la eternidad, ojos, con aquel ángulo de la casa en las pupilas, ¡aquel ángulo de una casa que para comprarla, hace años, te inscribiste en el partido!, pero no quisiera descender al chisme.

A las siete menos un minuto estaba, pues, preparado. Miré por la ventana: la calle estaba llena de gente. Me pareció conocerlos a todos, su felicidad dependía de mí. Valor. Don, don, don, don.... sonaron las siete. Puerco, dije, dándome un bofetón. Incluso golpeé la cabeza contra la pared, no demasiado fuerte. Tenía ante mí una hermosa bandeja, el desayuno: pan y leche y mantequilla, y cogí la bandeja y la arroje al suelo donde llégo junto con el siguiente apóstrofe: "Comía pan y mantequilla el día que bombardearon Roma", y seguía catalogando confusamente otras culpas.

El ruido atrajo a mi mujer y a la criada. "¡Qué has hecho!", exclamó mi mujer. Las dos se pusieron a pulir de nuevo el pavimento. Yo callaba. Quieto en medio de la habitación. Aquellos cacharros me recordaban vajillas descalabradas, habitaciones sin termo. Debería haber gritado: ¡Viva la criada!. Hubiera sido la segunda etapa del plan. Pero en vez de eso dije: "Perdona, se me ha caído de las manos".

A las siete y cinco la revolución había terminado, abortado, como dicen los técnicos.

El carpintero me hacía signos desde la casa de enfrente.

Fingí no verle.


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1 comentario:

campanilla dijo...

Sí, muy bien, Praga. Me habéis pillado. Concretamente en el Agartha, un club de Jazz muy bueno...ahi sola con toda la mesa para mi...